martes, 15 de enero de 2013

En el camino de los dioses



Cada cierto ciclo de años, uno muy inexacto para nuestro sistema numérico, el Dios cordillerano despierta para encantar a su enamorada, la Diosa oceánica. Él despierta en la forma del animal que le plazca y se adentra en las aguas a buscar a su amada. Ella, energía pura, lo espera en los abismos más oscuros, lejos de la vista de los astros. Cada uno de sus poderosos encuentros ha hecho que el equilibrio en la tierra se conserve y la vida evolucione, que los mares sean mares y que el cielo sea del color que lo conocemos. Su último encuentro ya debió haberse consumado, pero sucedió lo siguiente: cuando el Dios cordillerano descendió por última vez de la montaña, esta vez encarnado en hombre, se encontró con una gigantesca estructura incrustada en la tierra. No lo esperaba. Con preocupación la observó incrédulo oculto tras las rocas. Daba la impresión de que la estructura estaba viva, pero agonizaba. Estaba envuelta en un espeso miasma grisáceo. Tenía angulosas formas apuntando al cielo, estáticas y filosas, como si quisieran escapar del núcleo y fueran retenidas por una fuerza maligna que infectaba todo. De sus agrietados bordes despedía ruidos desconcertantes. Vio con profunda tristeza una fibrosa lámina pulsante que era la confirmación de que lentamente se iba infectando todo al rededor. El verdor de los bosques había retrocedido frente a aquella peste. Todo estaba contaminado, el cielo, la montaña, el río. Asustado y enfurecido, el Dios cordillerano decidió esperar a que el sol se fuera y así aquella extraña forma guardara descanso. Entonces, a medida que el sol bajaba, vio como 100.000 ojos dorados se abrían lentamente. Quedó deslumbrado. Hipnotizado se acercó a las luces y entró por una de las ruidosas grietas. El Dios cordillerano nunca más salió. Si ahora el clima está raro, es porque la Diosa oceánica está impaciente.

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